domingo, 27 de septiembre de 2015

"LOS SUPER LECTORES GERMANOS"



 REUNIÓN DEL CÍRCULO DE LECTORES DEL CEBG ALEMANIA
LOS SUPER LECTORES” GERMANOS

Esta, segunda jornada de estudio y trabajo, del grupo, “Los Super Lectores” se realizó, el día 24 de septiembre de 2015, a las 11:00 am., en el salón del Maestro Gustavo.

  

Integrantes del grupo de los Super Lectores del CEBG ALEMANIA.


En esta reunión, se realizó práctica de audición y lectura oral, tomando como base, la fábula del lobo y el perro, del escritor francés, La Fontaine. Todos los participantes que aceptaron, tuvieron la oportunidad de leer en voz alta, esta lectura frente al grupo y aceptar las correcciones que realizó a cada uno, la profesora Deivis Vergara.




Esta semana, anunciaremos, los días, de las próximas jornadas de trabajo y estudio, los planes, programas y actividades locales y nacionales del grupo de los Super Lectores Germanos.




Maestra. Deivis Vergara. I° grado A.


 AYÚDANOS, A LEER MEJOR, DONA UN LIBRO A LA BIBLIOTECA DEL COLEGIO.


(LECTURA PARA LA PRÓXIMA REUNIÓN)

El amor de la abuelita
RAMÓN FONSECA MORA

La señora recorría la habitación con paso lento, arrastrando los pies, produciendo con sus chancletas un sonido rítmico -cloc cloc- que resonaba en las paredes de la casa. Armada con un plumero atacaba cuanto se le ponía por delante, levantando pequeñas nubes de polvo azuloso y blanco, y con la otra pasaba un trapo húmedo por lo que ya había sido desempolvado, quitando las pocas motas que había logrado salvado del asalto.

                -Qué día más lindo es hoy, ¿verdad?- preguntó con tono jovial pero apagado, pues hablar le costaba esfuerzo con el ajetreo de la limpieza.

                No obtuvo respuesta, pero aún así le devolvió la sonrisa al rostro risueño de su esposo, que seguía mirándola desde su sitio preferido, a un costado del sofá que  utilizaba para descansar y leer.

                Siguió limpiando con ritmos pausados pero precisos, aprendidos después de innumerables veces de pasar el plumero y el trapo por el mismo lugar.  De repente encontró un sitio que se le había escapado y, sacudiéndolo, levantó otra polvareda en la que pudo observar las pequeñas partículas suspendidas a través de los rayos del sol de la mañana que penetra por la ventana de paneles de vidrio y madera, abierta de par en par.

                -¡Huy! ¡Qué suciedad…! -exclamó para sí-. Voy a tener que asear más a menudo este lugar Continuó con su labor de limpieza, pasando de nuevo el plumero y el trapo mojado sobre la superficie recién sacudida.

                -Voy a buscar el afrecho para los pajaritos-informó en voz alta-. Tienen que tener hambre pues es tarde.

                Tampoco esta vez obtuvo respuesta y se dirigió a la cocina en donde saco un frasco de vidrio lleno de cereal. Extendió el trapo mojado y lo colmó de afrecho, atando las cuatro puntas de la tela para evitar que los granos se salieran. Regresó a la ventana, desató el nudo del pañuelo y colocó un puñado de afrecho sobre el alféizar, mientras llamaba con voz trémula:

                -¡ Vengan pajaritos! ¡Fi, fi, fi, fi… ¡ ¡Hora del desayuno! ¡ Vengan, bonitos…!

                Como por encanto, numerosas aves se desprendieron de las ramas de los árboles que rodeaban la casa, se posaron sobre el borde de la ventana, rodeando a la anciana, comenzando a devorar los granos con diestros movimientos de sus picos. Revoloteaban tratando de situarse donde más cereal había caído, muchas veces emprendiéndola a picotazos en contra  de los demás. La viejecita observaba feliz y colocaba más alimento para remplazar el consumido por los pájaros. A ratos se volvía y observaba sonriente  a su esposo, quien desde su lugar en la sala también contemplaba la escena, teniendo siempre en sus labios la sonrisa que su esposa tan  bien conocía.

                Terminados los granos, las pequeñas avecillas, un poco más pesadas po lo que habían consumido, miraron vacilantes a su benefactora tratando de adivinar si habría más comida. Mas como no vieron signos de ello, poco a poco abandonaron el quicio de la ventana y volaron presurosas de regreso a los árboles más cercanos, unas para alimentar, regurgitando, a sus crías, y otras para reposar antes de lanzarse de nuevo por los cielos de la ciudad. La señora las vio partir y sabiendo que ya no tendría más compañía, se apartó de la ventana y reanudó su labor.

                Desempolvaba y pasaba el trapo mojado, una y otra vez, y así avanzaba lentamente entre los muebles que relucían por lo limpio que estaban. Mientras trabajaba veía ocasionalmente  por el rabillo del ojo el rostro de su esposo, el cual también comenzaba a brillar al ser alcanzado por los rayos del sol que se filtraban por la ventana. Cada  vez que lo veía sonreía y recordaba los buenos momentos disfrutados con aquel señor. Revivía el día en que lo había conocido, con su cabello color marrón y sus ojos grises claros, parado firmemente en el quicio de la puerta de entrada a la casa de sus padres, con la mano extendida sosteniendo un ramo de flores y con una sonrisa en los labios, la misma que ella seguía viendo todas  las mañanas, y la voz de su mama que decía: “Hijita, es Roberto, el hijo de mi amiga Isabel, quien viene a conocerte.” De allí todo había pasado rápidamente, casi sin notarlo, y pronto se encontró viviendo en la casa en que ahora estaba, con sus muros gruesos de piedra y rodeada con un gran patio con fuentes cantarinas y árboles cargados de frutos y pájaros, viendo la vida transcurrir apaciblemente en torno a ella, y sintiendo todo los días el amor que se desprendía de aquellos ojos, los mismos que la miraban desde su sitio preferido en la habitación.

                Siguió con su trabajo, con su ritmo constante –cloc cloc-, tratando de desempolvar lo que ya desempolvado, y pasando el trapo, ya no muy húmedo, por las superficies pulidas de la madera. Todos los muebles que la rodeaban se los había comprado Roberto, al principio poco  a poco, pues no había mucho dinero después de los gastos por la adquisición de la casa, pero posteriormente en forma mucho más holgada al crecer el negocio y terminar el pago de la hipoteca.

                Se acercó a un escaparate estilo francés, menudo y delicado, con vidrios curvos en sus costados y finalmente labrado y enchapado. Lo abrió con mucho cuidado pues era frágil, y con mano temblorosa movió  el plumero entre las figuritas de porcelana que coleccionaba dentro de l vidriera. Muchas de ellas eran regalo de Roberto, otras fueron compradas durante viajes que hacían juntos, y las más nuevas, con colores más vivos y trazos más irregulares, eran obsequios de sus hijos, quienes todavía le regalaban figuritas de porcelanas cada navidad.

                Tomó una de ellas entre sus manos, l que más gratos recuerdos le traía, comprada por su esposo en Venecia allá por los años cuarenta, cuando todavía había canales limpios y góndolas, cientos de ellas surcando las vías de agua, con sus marineros cantando y tratando de atraer pasajeros  a sus barcas. Se la había dado de sorpresa, después de escucharla decir frente al escaparate de una tienda cuánto le gustaba. Se la había envuelto mientras ella, distraída, veía otras bellezas en una habitación contigua, y  se la había dado ese mismo día, durante la cena, a la luz de las velas cerca de los canales misteriosos, mientras escuchaba el murmullo del agua descender hacia el mar. Ella siempre había creído que la magia de aquella noche penetro en la imagen, y había permanecido allí, esperando, para surgir cada vez que sus manos la tocaban. La tomó y al sentir aquel objeto pulido entre sus dedos se halló sentada en la misma mesa con velas, mirando los ojos grises de un hombre joven.

                Devolvió la figurilla a su lugar de reposo y cerró con delicadeza la puerta de la vidriera, que crujió al ajustarse. Con pasos lentos y medidos se dirigió al lugar más sagrado de la casa, a la esquina preferida de Roberto, en donde estaba su sofá y su pipa: y en donde todas las tardes, como rito solemne, apenas llegaba de la oficina se sentaba a leer los periódicos y algunos libros que con las páginas marcadas aguardaban su retorno a medio leer.

                Se acercó con lentitud, casi con devoción, y miró  aquel rostro que tan dulcemente le devolvía la mirada. Observó sus contorno, su expresión, como tantas veces lo había hecho. Entonces tomó con cuidado el marco de madera en donde reposaba el retrato de su marido, muerto hacía muchos años, y con movimientos suaves empezó a desempolvar con el plumero aquella imagen sonriente      


Profesora Deivis Vergara/coordinadora
19 de octubre de 2015.

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